LA
JUSTICIA DEBE SER CIEGA
Los
jueces, tras duras oposiciones y reconocida profesión de prestigio, se les
supone capacitados para que administren justicia, pero que luego algunos hacen
lo que les viene en gana, amparándose en la inexactitud de las leyes.
No
creer en la justicia, desconfiar constantemente de ella, ponerla en cuestión
todos los días, con complicidades ocultas o manifiestas con los otros poderes
del Estado, constituye una verdadera catástrofe para un sistema democrático,
equiparable al desencanto y desafección que los ciudadanos sienten por los
desmanes e irregularidades de esos poderes, y las cotas que están alcanzando
los datos de corrupción en España.
Los
jueces deberían ser cuidadosos y no fomentar desconciertos y, paradójicamente,
injusticias. No se puede herir constantemente al pueblo. El descrédito de la
justicia es una enfermedad de difícil curación. Una fábrica de sospechas, unos
intereses creados o por crear. Hemos llegado a un tope insoportable. ¿Cómo
creer que la infanta Cristina será finalmente enjuiciada y justamente juzgada
y, si procediera, irremisiblemente encarcelada y no indultada? ¿Quién confía en
que los papeles de Bárcenas sobre la contabilidad b del PP con sus sobresueldos
correspondientes o los ERE andaluces y desmanes de la Junta y UGT tendrán justa
y rápida solución? Y tantas y tantas otras cosas. Prácticamente todas. La
justicia del fuerte y la del débil, la del rico y poderoso y la pobre miserable.
Todo es un desánimo, un esperpento.
¿Quién
confía en el Tribunal Supremo y sus vaivenes, quién se fía del Tribunal
Constitucional, qué garantías de legalidad y de recta interpretación de la
Constitución tenemos? El sentimiento de injusticia está muy clavado en el alma
de los españoles, ¿cómo no creer que las leyes y sus maquinarias son un
premeditado sistema de opresión? No se trata de que la justicia sea perfecta,
que nunca podrá serlo; se trata de que simplemente sea aceptable y no una
catástrofe y un escándalo continuo.
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