lunes, 1 de abril de 2013

Otra Universidad




REFLEXIONES Y DEVANEOS ANTE OTRA MANERA DE ENTENDER NUESTRA UNIVERSIDAD



Una universidad, con independencia de sus medios, será excelente si su profesorado lo es.  La Universidad debería esmerarse en la elección de su claustro, buscando atraer a los mejores  profesores para después cuidarlos y considerarlos como se merece el mejor usufructo de la propiedad universitaria.

La Universidad, es y debe seguir siendo una institución de la esencia del conocimiento, del conjunto del saber de una sociedad sin distinciones de clases razas o culturas.  Por eso la racionalización del gasto público y todo lo que incorpora la  profunda crisis en la que nos hemos sumergido, está mostrando una Universidad  aletargada que, lejos de jugar un papel crítico y dinamizador del conocimiento, se conforma con subsistir sin defender la esencia misma  de una autonomía plena en la resolución de la gestión, sin debatir con fundamentos de gestión política las formulas que se pretenden imponer desde las estancias de la Administración Autonómica, aplicándose en aquelarres en los que los ropajes solemnes se superponen con fórmulas anticuadas, que es lo único que diferencia a los centros universitarios de los de otros estamentos educativos. 


El verdadero control entre ingresos y gastos se debe abordar con realismo, llegando a la gestión de una Universidad con fundamentos públicos de servicio enmarcados en una realidad socioeconómica. La universidad debe estar al alcance de cualquiera que se encuentre en condiciones de poder abordar con éxito las exigencias académicas. Nunca  un sucedáneo de otros estudios que deberían ser emprendidos desde los Ciclos Superiores de Formación Profesional. Tiene que llegar a la Universidad pública, el alumno que quiera, pueda y sepa y que se cuestiona el acierto en la gestión de los escasos recursos disponibles siempre desde una estructura pública y sostenible. 

Probablemente la educación universitaria y la investigación técnico-científica deberían haber sido constituidos con mayor fundamento desde la propia creación de nuestro Estado Autonómico y en la recentralización de competencias que inevitablemente debe acompañarla. El panorama de nuestra Universidad, en cuanto a su número, a su repetición sistemática de centros docentes que  superan en calidad de las enseñanzas y en cantidad de escuela/alumnos. Los umbrales mínimos que cualquier planteamiento racional impondría desde postulados generosos y ausentes de intereses profesionales marcados por las instituciones corporativas profesionales con marcado carácter elitista.

La reforma de la Universidad  debe dejarse en manos de la Universidad con ayuda de los agentes sociales y el Gobierno de la Nación  y que requeriría de un amplio acuerdo social. La autonomía universitaria debe seguir siendo el crisol de un proyecto reformista, valiente y generoso de nuestra Universidad. Económica y socialmente. Necesitamos una Universidad muy distinta a la actual, de mayor exigencia y de mayor calidad. Y eso trae a colación casi todos los aspectos de la organización de las actividades universitarias. 

En cuanto al gobierno de la Universidad, debería replantearse la mimética aplicación de los principios democráticos establecidos para la elección de las instituciones políticas representativas. El carácter electivo de prácticamente todos los órganos de dirección y gobierno de la Universidad no tiene sentido. El principio democrático de la elegibilidad de los órganos de gobierno no tiene por qué aplicarse a todas las instituciones, que no por eso dejan de ser plenamente democráticas.  Buscando un ejemplo del académico francés, Jean-Denis Bredin, para defender esta tesis: cuando los pasajeros suben a un avión no hay una elección popular para ver quién es el piloto, y no por ello se puede decir que la selección de pilotos no respete las reglas democráticas.

Los consejos sociales de las universidades se han alejado de vínculos significativos con el mundo productivo, empresarial y social de nuestra Universidad, el papel que, al modo de los patronatos de las más prestigiosas universidades americanas y europeas, deberían haber funcionado. Pero, si estuviesen en condiciones de cumplirlo, podrían tener atribuido el nombramiento de los máximos responsables académicos de la Universidad. Y si se mantuviera el carácter electivo de tales responsables, habría que diferenciar según los casos (un director de departamento no tiene porque  ser votado por los estudiantes o por el personal no docente) y establecer algunas reglas de buen gobierno. Por ejemplo, estableciendo para los rectores la posibilidad de un único mandato, de mayor duración. La experiencia demuestra que el primer mandato de los rectores suele estar condicionado por el cálculo permanente de las conveniencias de cara a la reelección, y durante el mismo es cuando los distintos grupos electorales, docentes, no docentes y estudiantiles, suelen obtener ventajas y beneficios particulares, reñidos en ocasiones con los intereses generales de la institución y de la sociedad.

Y la selección del profesorado debe cambiarse drásticamente. Desde las viejas oposiciones que garantizaban razonablemente una competencia entre los mejores, permitían la movilidad interuniversitaria y aseguraban un conocimiento profundo de la materia a impartir y una suficiente experiencia investigadora en la misma (lo que no impedía, a veces, la culminación del nepotismo), todas las modificaciones que se han producido han estado encaminadas a reducir los niveles de exigencia.

Con el sistema actual, la movilidad del profesorado entre Escuelas y Universidades pertenece al reino de la fantasía, cualquier planteamiento de captación de los más valiosos o experimentados. Y lo habitual es que se pueda culminar la carrera académica sin salir de la Universidad en que se ha estudiado, sin competir nunca por una plaza, sin ser juzgado por especialistas en la materia y sin tener que acreditar conocimientos de la misma. El que a pesar de ello sigamos contando con muchos profesores excelentes no responde más que al hecho de que lo dioses no nos han abandonado del todo.

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