REFLEXIONES
Y DEVANEOS ANTE OTRA MANERA DE ENTENDER NUESTRA UNIVERSIDAD
Una
universidad, con independencia de sus medios, será excelente si su profesorado
lo es. La Universidad debería esmerarse
en la elección de su claustro, buscando atraer a los mejores profesores para después cuidarlos y
considerarlos como se merece el mejor usufructo de la propiedad universitaria.
La
Universidad, es y debe seguir siendo una institución de la esencia del
conocimiento, del conjunto del saber de una sociedad sin distinciones de clases
razas o culturas. Por eso la
racionalización del gasto público y todo lo que incorpora la profunda crisis en la que nos hemos sumergido,
está mostrando una Universidad aletargada que, lejos de jugar un papel
crítico y dinamizador del conocimiento, se conforma con subsistir sin defender la
esencia misma de una autonomía plena en
la resolución de la gestión, sin debatir con fundamentos de gestión política
las formulas que se pretenden imponer desde las estancias de la Administración Autonómica, aplicándose en
aquelarres en los que los ropajes solemnes se superponen con fórmulas
anticuadas, que es lo único que diferencia a los centros universitarios de los
de otros estamentos educativos.
El
verdadero control entre ingresos y gastos se debe abordar con realismo,
llegando a la gestión de una Universidad con fundamentos públicos de servicio enmarcados en una realidad socioeconómica.
La universidad debe estar al alcance de
cualquiera que se encuentre en condiciones de poder abordar con éxito las exigencias académicas. Nunca un sucedáneo de otros estudios que deberían ser
emprendidos desde los Ciclos Superiores de Formación Profesional. Tiene que llegar a la Universidad pública,
el alumno que quiera, pueda y sepa y que se cuestiona el acierto en la
gestión de los escasos recursos disponibles siempre desde una estructura pública
y sostenible.
Probablemente
la educación universitaria y la investigación técnico-científica deberían haber
sido constituidos con mayor fundamento desde la propia creación de nuestro Estado
Autonómico y en la recentralización de competencias que inevitablemente debe
acompañarla. El panorama de nuestra Universidad, en cuanto a su número, a su
repetición sistemática de centros docentes que
superan en calidad de las enseñanzas y en cantidad de escuela/alumnos. Los
umbrales mínimos que cualquier planteamiento racional impondría desde
postulados generosos y ausentes de
intereses profesionales marcados por las instituciones corporativas profesionales
con marcado carácter elitista.
La reforma de la Universidad debe dejarse en manos de la Universidad con
ayuda de los agentes sociales y el Gobierno
de la Nación y que requeriría de un
amplio acuerdo social. La autonomía
universitaria debe seguir siendo el crisol de un proyecto reformista,
valiente y generoso de nuestra Universidad. Económica y socialmente. Necesitamos
una Universidad muy distinta a la actual, de mayor exigencia y de mayor
calidad. Y eso trae a colación casi todos los aspectos de la organización de
las actividades universitarias.
En
cuanto al gobierno de la Universidad, debería replantearse la mimética
aplicación de los principios democráticos establecidos para la elección de las
instituciones políticas representativas. El carácter electivo de prácticamente
todos los órganos de dirección y gobierno de la Universidad no tiene sentido.
El principio democrático de la elegibilidad de los órganos de gobierno no tiene
por qué aplicarse a todas las instituciones, que no por eso dejan de ser
plenamente democráticas. Buscando un
ejemplo del académico francés, Jean-Denis Bredin, para defender esta tesis:
cuando los pasajeros suben a un avión no hay una elección popular para ver
quién es el piloto, y no por ello se puede decir que la selección de pilotos no
respete las reglas democráticas.
Los
consejos sociales de las universidades se han alejado de vínculos
significativos con el mundo productivo, empresarial y social de nuestra Universidad,
el papel que, al modo de los patronatos de las más prestigiosas universidades
americanas y europeas, deberían haber funcionado. Pero, si estuviesen en
condiciones de cumplirlo, podrían tener atribuido el nombramiento de los
máximos responsables académicos de la Universidad. Y si se mantuviera el
carácter electivo de tales responsables, habría que diferenciar según los casos
(un director de departamento no tiene porque ser votado por los estudiantes o por el
personal no docente) y establecer algunas reglas de buen gobierno. Por ejemplo,
estableciendo para los rectores la posibilidad de un único mandato, de mayor
duración. La experiencia demuestra que el primer mandato de los rectores suele
estar condicionado por el cálculo permanente de las conveniencias de cara a la reelección,
y durante el mismo es cuando los distintos grupos electorales, docentes, no
docentes y estudiantiles, suelen obtener ventajas y beneficios particulares,
reñidos en ocasiones con los intereses generales de la institución y de la
sociedad.
Y
la selección del profesorado debe cambiarse drásticamente. Desde las viejas
oposiciones que garantizaban razonablemente una competencia entre los mejores,
permitían la movilidad interuniversitaria y aseguraban un conocimiento profundo
de la materia a impartir y una suficiente experiencia investigadora en la misma
(lo que no impedía, a veces, la culminación del nepotismo), todas las
modificaciones que se han producido han estado encaminadas a reducir los
niveles de exigencia.
Con
el sistema actual, la movilidad del profesorado entre Escuelas y Universidades
pertenece al reino de la fantasía, cualquier planteamiento de captación de los
más valiosos o experimentados. Y lo habitual es que se pueda culminar la carrera
académica sin salir de la Universidad en que se ha estudiado, sin competir
nunca por una plaza, sin ser juzgado por especialistas en la materia y sin
tener que acreditar conocimientos de la misma. El que a pesar de ello sigamos
contando con muchos profesores excelentes no responde más que al hecho de que
lo dioses no nos han abandonado del todo.
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