EL RECHAZO CIUDADANO DESLEGITIMA A LA CLASE
DIRIGENTE
El
pueblo de Islandia, cuando decidió destituir y juzgar por negligencia a su
primer ministro Geir Haarde, el primero que se sentaba en el banquillo por su
mala gestión económica, concitó la envidia y la admiración de millones de
ciudadanos aplastados por sus gobernantes en todo el planeta. Sentimientos
similares de respeto y admiración despertaron los ciudadanos alzados de Túnez,
Egipto, Libia, Siria, Yemen y otros países regidos por tiranos desalmados.
El
número de ciudadanos que se sienten enemigos de sus respectivos gobiernos crece
en todo el mundo, del mismo modo que los políticos adquieren conciencia de que
los ciudadanos, indignados ante el fracaso de sus gobernantes, están dispuestos
a expulsarlos del poder y arrebatarles sus injustos privilegios y ventajas.
La
antipatía profunda entre el poder político corrupto y ciudadanos, un fenómeno
que cada día se parece más a una movilización entre los dos bandos, será el
gran signo de los tiempos durante el presente siglo XXI. Ese rebate entre
políticos y ciudadanos marginados y oprimidos es la única tesis que explica el
resultado de las encuestas en España, donde, a pesar del maquillaje, la
corrupción de los políticos y los políticos como grupo son dos de los cuatro
grandes problemas del pueblo, reflejando así un rechazo ciudadano a la clase
dirigente que, en sí misma, deslegitima a los que están gestionando mal el
pueblo, en contra de su voluntad.
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