ANTE NUESTRA MUERTE, ¿SOMOS MEJORES PERSONAS?
Estos días he vivido la experiencia de la muerte de una niña, una niña
deportista y sana, que en menos de una semana una súbita leucemia ha sido capaz
de segar su existencia.
Si ante la muerte de un ser querido nos estremecemos y el sentimiento de
impotencia y rabia contenida se hace patente, ¿que no será con la muerte de una
niña pequeña, frágil, ingenua… indefensa?.
Nuestra cultura no nos ha
preparado para un hecho natural como la muerte, para ello necesitamos entender
que la muerte nos sorprende cuando nos
ha llegado la hora. Tal vez por eso, o además por eso, el común valor que
estamos dando a todo aquello puramente material pierde su sentido.
No hay que mentir a nadie
con la muerte, ni siquiera a los niños. Si alguien cercano se ha muerto o
sabemos que va a fallecer, los niños
necesitan participar de alguna manera del
duelo familiar. Pueden y deben
asimilar la realidad de la muerte. Cuando ve un animalillo muerto, nuestras
explicaciones le ayudan a entenderlo. Pero, ¿qué hacer cuando se muere una hermana y además es la pequeña?
A los niños hay que procurar contarle con delicadeza
lo que significa la muerte y de forma que lo entiendan, sin buscar eufemismos
del tipo "está dormido", ya que el niño podría confundiese y llegar a
tener miedo. Como me ocurría a mí de pequeño: temía quedarme dormido pensando
no volver a despertar o si se hace hacerlo cuando se es ya un viejo.
Debemos admitir nuestras emociones ante los niños para
dejarles expresar las suyas. Debemos ser capaces de trasmitir a los niños un mensaje de seguridad y confianza en el
futuro, permitirles contar con la compañía tranquilizadora del adulto. Siempre debemos mostrarnos disponibles
para ayudarle a asimilar la muerte hablar sobre ella todo lo que quiera.
La muerte es una situación de gran dolor para una
familia que en términos generales nos torna vulnerables, quiebra proyectos de
vida y nos obliga a una reestructuración profunda de nuestras coordenadas de
vida.
Pero, la muerte es consustancial con la vida
precisamente su final, el momento de situarnos ante el espejo para reconocer
nuestra imagen real, el momento de enfrentarnos a nuestra realidad existencial.
Tal vez por eso, procuramos no plantarnos ante él para no ver la imagen que
proyectamos hacia nuestros semejantes.
En el momento de la muerte, no valen para nada la
inmensa mayoría de los “talentos” que hemos podido acumular a lo largo de
nuestra vida, mucho menos si para obtenerlos hemos tenido que poner en juego la
dignidad de otras personas.
El equipaje que necesitamos es exiguo, solamente
nuestra consciencia para mirar a la cara de nuestros semejantes. Somos lo que
nos dejaron ser, pero, en el fondo, también somos lo que hemos querido ser con
nuestra actitud ante la vida y nuestra contribución al mundo. Tal vez por eso,
o sólo por eso, deberíamos plantearnos nuestra vida de manera diferente mucho
más próxima a la de los demás.
La lirica de nuestra literatura siempre ha tenido muy
presente a la muerte, como manera trascendental de enfrentamiento a la vida en
los momentos señalados de nuestra existencia, y casi siempre ante la
desaparición de un ser querido: …contemplando cómo se pasa la vida como se
viene la muerte tan callando y casi siempre llegando a la conclusión
que
cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero la vida, nuestra vida no tiene
retorno. Lo hecho, hecho está, solamente queda, no repetirlo.
Estoy plenamente convencido que, nuestra felicidad
tiene mucho que ver con la asunción de imagen del espejo de nuestra existencia,
de sentirse satisfecho de haber contribuido en la dinámica positiva de nuestra
historia desde el plano donde nos haya tocado vivir. Y en ningún caso, tiene
nada que ver con nuestra Trascendencia fundamentada en creencia alguna. Las
creencias deben encontrarse en otro plano, de ser consecuencia biunívoca de
nuestro sentimiento conscientemente maduro, auténticamente asumido a nuestro
modelo de vida integral, exteriorizado en hechos concretos de participar de
nuestra propia existencia.
Nuevamente…., y precisamente ahora, quiero traer a mi
blog el poema de Machado. Su lenta lectura nos muestra toda una filosofía de
vida y muerte que nos hará reflexionar sobre lo que he escrito anteriormente.
Si lo escrito tambien os ha llegado al Alma, me
alegro. Sí no, os pido perdón.
Retrato
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañana, ni un Bradomín he sido
¿ya conocéis mi torpe aliño indumentario?,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
¿quien habla solo espera hablar a Dios un día?;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que hábito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañana, ni un Bradomín he sido
¿ya conocéis mi torpe aliño indumentario?,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
¿quien habla solo espera hablar a Dios un día?;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que hábito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar
Es precioso
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