La sociedad española, no de forma
aislada ni tampoco de forma excepcional en buena parte de Europa, se halla ante
la obligación de revisar las bases sobre las que se ha desarrollado durante los
últimos treinta años su Estado de Bienestar. La crisis económica mundial, que
en otras partes del mundo ha sido fundamentalmente económico-financiera, en España
ha puesto de manifiesto que el modelo de crecimiento que nos ha llevado a
niveles de endeudamiento público y, sobre todo, privado más allá de lo que es
sostenible en el marco global.
Sin embargo, la capacidad de España
para organizar riqueza y estar presente en el escenario económico mundial es
aún de primer nivel, dentro de los parámetros de la Unión Europea. Al tiempo,
nos ofrece ciertas expectativas positivas de cara al futuro el noveno PIB- del
mundo y en términos per cápita España se ha mantenido dentro de los mejores de
Europa y es a pesar de que la intensidad de la situación actual y la rapidez
con que hemos llegado a ella nos previenen de cualquier autocomplacencia y nos
dicen que las medidas que hoy se deben adoptar, de manera urgente y aguda,
deben contener componentes estructurales, además de aquellos a los que obliga
la coyuntura.
En este contexto de fuerte reducción de los
ingresos públicos, todos los servicios públicos se ven afectados y, por tanto,
de manera inevitable, también los pilares de nuestra sociedad del bienestar: la
salud, la cohesión social y la
educación. La extensión de la
afectación a todos los servicios públicos hace muy difícil que se pueda entrar en matices acerca de cuáles son más o
menos esenciales o cuáles se hallan, en parámetros de referencia internacional,
en mayor o menor disposición de ser adelgazados. Al mismo tiempo, ante la
inevitable reducción de la financiación pública es natural que surjan, en el
seno de la sociedad y, sobre todo, entre las partes afectadas, cuestiones y
muchas opiniones en relación con la dimensión y las características actuales de
cada uno de estos servicios.
De hecho, antes de la crisis, España tenía una deuda del 36% respecto al PIB (mucho menor que los compromisos de Maastrich, que la establecían en un nivel máximo del 60%). En la actualidad ha crecido hasta el 70% del PIB.
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