LA CONTINUIDAD DEL PODER, TRAS EL FRANQUISMO,

 

En Valdemorillo se muestra que, la historia puede cambiar sin que nada cambie.

Hoy me propongo analizar un fenómeno de sociología política, que ha resistido medio siglo. Ni los partidos democráticos, ni la supuesta regeneración institucional, ni siquiera las denuncias de irregularidades urbanísticas heredadas del antiguo régimen han logrado alterar el equilibrio de poder.

Durante la dictadura, los ayuntamientos eran poco más que feudos administrados por concejales y alcaldes afines al régimen. La llegada de la democracia prometía una transformación radical, con jóvenes comprometidos con la modernización y la democratización liderando el cambio. Pero, claro, entre prometer y cumplir hay un mundo de distancia. Los movimientos sociales que aspiraban a protagonizar este cambio, fueron un espejismo, con la amable colaboración de UCD, AP y, más tarde, el PP, que han velado por la continuidad de este legado durante cinco décadas.

Las familias que durante el franquismo ostentaron el poder no tardaron en adaptarse a las nuevas reglas del juego democrático. Esas sagas, lejos de desaparecer, se reinventaron con una habilidad que haría sonrojar a cualquier estratega político. Cambiaron las formas, pero no el fondo. Las urnas, símbolo por excelencia de la democracia, se convirtieron en un instrumento para legitimar lo de siempre: las mismas redes de poder, los mismos apellidos, los mismos intereses. La transición, acabó siendo un sofisticado ejercicio de continuidad camuflada.

Mientras tanto, a nivel nacional se celebran avances en transparencia y participación ciudadana, pero a nivel local el panorama sigue igual. Persisten prácticas opacas y clientelistas, que siguen ahora. Estas dinámicas no solo socavan la confianza en las instituciones locales, sino que perpetúan un modelo de gestión donde los intereses privados siempre ganan al bien común. ¿Qué queda, entonces, de la "transición ejemplar"? Tal vez un buen titular, pero poco más.

El inmovilismo local tiene raíces profundas. Por un lado, están las élites de siempre, esas que han dominado el juego durante décadas y no tienen ninguna intención de ceder su lugar. Por otro, la debilidad de la sociedad civil ha dejado el terreno despejado para que sigan operando. No es casualidad: han tenido décadas para perfeccionar sus mecanismos de control social, político y económico. Esta resistencia al cambio no es una casualidad ni un fallo del sistema; es la obra de la inercia histórica por interesada.

El diagnóstico está claro desde hace tiempo, pero siguen sin aplicarse; la transparencia no parece ser una prioridad para quienes se han acostumbrado a la penumbra. La participación ciudadana, ese mantra de la política moderna, necesita algo más que buenas intenciones: requiere compromiso, sanciones contundentes contra la corrupción y, por supuesto, la voluntad de aplicar reformas que no se queden como simples adornos en programas electorales. Pero, claro, todo esto implicaría incomodar a quienes han hecho de la comodidad su medio de vida. Lo que ocurre en Valdemorillo es un espejo de una asignatura pendiente en la consolidación democrática de España. Superar esta continuidad disfrazada de cambio exige algo más que discursos bienintencionados. La ironía, por supuesto, es que seguimos hablando de transparencia y justicia como si fueran ideas revolucionarias. Quizá, cuando dejemos de aceptar que todo cambie para que nada cambie, podamos avanzar hacia una gobernanza local más representativa. Por ahora, la historia se sigue repitiendo y mientras el PSOE no aparezca

 

Comentarios

  1. Profesor González ,este es el mal endémico de una parte importante de España que utilizó y sigue utilizando el poder como medio de vida o como razón para poderse enriquecer. Valdemorillo no es una excepción y si uno analiza los alcaldes que ha arrastrado durante los últimos 50 años veríamos que la mayoría de ellos están ligados de una u otra manera hay intereses económicos o negocios.

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    1. F. Rodriguez de Rivera22 de enero de 2025, 10:56

      Durante el franquismo, las estructuras de poder se configuraron de manera que las élites económicas, políticas y sociales quedaron perfectamente integradas en el sistema. Estas familias, que controlaban sectores clave, se posicionaron de manera estratégica para adaptarse a los cambios que trajo consigo la transición democrática. Lejos de ser un proceso de ruptura con el pasado, la transición se convirtió en un ejercicio de continuidad. Las mismas redes de poder que habían prosperado bajo el régimen franquista encontraron en la democracia la oportunidad de legitimarse mediante las urnas, pero sin alterar sustancialmente los equilibrios fundamentales.
      El cambio fue principalmente de forma, los apellidos que habían dominado durante el franquismo continuaron ejerciendo su influencia, bajo el amparo de una democracia formal. Los pactos entre familias, sumados a la falta de depuración en las principales instituciones del Estado, permitieron que estas sagas mantuvieran su posición privilegiada, adaptándose con una habilidad estratégica que garantizó su perpetuación.
      La narrativa oficial de la transición como un modelo ejemplar de reconciliación y progreso ocultó las dinámicas de continuidad que marcaron este periodo. Las urnas, símbolo central de la democracia, continúan siendo ahora utilizadas como un instrumento para validar un sistema que, en esencia, preservaba los intereses de las mismas élites. La transición española, por tanto, puede interpretarse como un ejemplo de cómo las transformaciones políticas pueden ser gestionadas por las élites para salvaguardar sus intereses, camuflando la continuidad bajo una apariencia de cambio. Las formas democráticas sirvieron como un mecanismo para consolidar lo de siempre, perpetuando las desigualdades de origen y limitando la capacidad de transformación real del sistema. El resultado fue un equilibrio precario entre la apariencia de modernización y la persistencia de las redes de poder tradicionales.
      Todas las personas que han vivido en Valdemorillo esta transición, podrían comprobar que lo que comento constituye una realidad, que se conserva con generaciones posteriores

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