martes, 25 de marzo de 2014

MI RECUERDO PARA ADOLFO SUAREZ



EL DÍA QUE ME MUERA.
No quiero que me pongan por las nubes los mismos que me desdeñaron e intentaron hacer mi vida imposible.

En un país donde, no dimite nadie, Adolfo Suárez lo hizo dos veces: como presidente del gobierno en enero de 1981 y como responsable de un partido político diez años después. Hubo una tercera vez: hace once años dimitió también de sus recuerdos.

Adolfo Suárez ocupará sin duda un lugar importante en los libros de Historia. Como lo ocuparán también la Transición que pilotó y la Constitución que propugnó y cuyo momento de pasar página, ahora que nos deja su artífice, parece obvio que también ha llegado.
No quiero que me pongan por las nubes los mismos que en vida me desdeñaron. Los menores de treinta y cinco quizás no lo sepáis, pero la mitad de los panegíricos, encomios y enaltecimientos varios dedicados a Adolfo Suárez que escucháis están firmados por los mismos que durante aquellos años clave se dedicaron a hacerle la vida imposible a aquel entusiasta”tahúr del Mississippi” quien, sin haber leído apenas en su vida, supo no arredrarse cuando le encargaron un marrón que solo un “tahúr” como él podía atreverse a aceptar. Tal vez por eso siento la terquedad de la condición humana en despreciar, abandonar, desconsiderar o arrinconar en vida a quienes compartieron con nosotros la existencia, llorando luego su muerte con desconsoladas lágrimas y arrepentimientos, por no haber hecho con ellos lo que pudimos hacer mientras estuvieron con nosotros.
La abundancia de elogios recibidos tras la muerte de quien más fue insultado, denigrado, despreciado y abucheado en este país, en el momento que más aplausos merecía, hace realidad el dicho familiar que censura tal comportamiento, afirmando que una vez muerto el vivo, de nada vale ponerle comida en el plato.
No seré yo quien ahora elogie, defienda y exprese mi respeto y gratitud a Adolfo Suárez después de muerto, porque ya lo hice en tiempos de sequía para él y he seguido haciéndolo durante años, mirando siempre a sus grandes aciertos e innegables logros y olvidando los errores cometidos. Treinta y tres años hace que se marchó y ahora, los mismos que le amargaron la vida, no se cortan un pelo a la hora de hablar maravillas de él a estas alturas. Gestionaba los asuntos con la ansiedad, el hieratismo y la determinación de los jugadores de póker y aunque cerró en falso muchos episodios de la historia reciente, aunque dejó abiertas muchas heridas, sus defensores argumentan que al menos consiguió que no volviera a haber sangre. Que no corriera la sangre como tal, porque en el sentido figurado sí que la hubo. Para dar y para regalar.
Pero esto no ha sido compartido por el “faltoso enano cavernícola” y el “revisionista escribidor iletrado”, que llevan el paso cambiado en una sociedad que camina hacia el sentimiento común de agradecimiento a un buen hombre, valiente político y gran estadista que pilotó con éxito el cambio de régimen en España, sorteando todas las piedras que le pusieron en el camino los terroristas, la oposición, muchos periodistas y sus ambiciosos compañeros de partido.

Como cuenta mi viejo amigo el profesor Paco Blanco: Quien fuera tahúr del Misisipi, ha resultado ser un jugador de póker honrado. Quien fuera un obrero de la política, ha resultado ser el capataz de la obra. Quien fuera un becario, ha resultado ser un experimentado profesional. Quien fuera un inculto, ha resultado ser una enciclopedista. Quien fuera un relaciones públicas, ha resultado ser jefe de protocolo. Quien fuera intelectualmente débil, ha resultado ser un gran erudito. Quien fuera un chapucero, ha resultado ser el mejor fontanero.


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