Nadie contaba calorías, contábamos si alcanzaba para todos.

A mis nietos adolescentes No quiero convenceros de que deberíais cambiar el móvil por una comba ni la consola por una peonza. Sé que suena ridículo. Pero dejadme contaros, con cariño, cómo fue mi adolescencia. No para que la envidiéis (aunque podríais), sino para que entendáis que no también fui joven, raro, inseguro, y sí: también insoportable. Mi adolescencia llegó sin aviso, como una tormenta en agosto. De un día para otro, mi voz empezó a sonar como si tuviera una radio vieja en la garganta, me salió un bigote que parecía dibujado con lápiz y, de pronto, las chicas me miraban… distinto. Yo también miraba, claro. Y me confundía. Porque, aunque no había TikTok, las hormonas venían sin manual de instrucciones. Crecí en una España donde escaseaban muchas cosas: los lujos, los caprichos, las respuestas. Pero sobraba algo que hoy echo de menos: tiempo. Los juguetes eran pocos y, en su mayoría, improvisados. Si querías una espada, agarrabas un palo. Si querías una pelo...