LA SANIDAD PUBLICA CON LA GRIPE A
LAS PUERTAS DEL INFIERNO
La insuficiencia cardíaca me llevó a urgencias del Ramón y Cajal, pero nunca imaginé que cruzar esas puertas sería el umbral hacia el infierno. Un infierno frío y gris, que se extendía más allá de los muros del hospital, como una cola interminable de almas febriles en pena que aguardaban turno para ser atendidas.El aire era denso, cargado de suspiros y murmullos apagados. Mis piernas, débiles, apenas soportaban el peso de mi cuerpo mientras avanzaba con la ayuda inestimable de mi esposa que afortunadamente me acompaño siempre. Yo no era consciente de lo que me esperaba al otro lado: un espectáculo grotesco que, a cada paso, desnudaba las carencias del sistema sanitario en tiempos de epidemia.
Los días en esa sala transcurrieron lentos, como un río espeso que no llega al mar. Todo estaba impregnado de un olor ácido, mezcla de dolor y desesperación. Cuando finalmente creí haber tocado fondo, me anunciaron que me llevarían a lo que llamaban "la antesala del ingreso ". Pero ese nuevo destino no era un alivio; era un descenso más profundo.
La antesala era peor, mucho peor. Un espacio donde los enfermos se acumulaban unos sobre los otros, compartiendo el aire como quien comparte una condena. Las toses y las flemas componían la sinfonía de fondo, un canto lúgubre que no dejaba lugar al silencio. Los ojos de quienes allí yacían reflejaban resignación, temor, o simplemente nada: un vacío aprendido a fuerza de sufrimiento.
El tiempo se desdibujaba mientras mi cuerpo resistía. La humanidad parecía una palabra ajena en ese lugar. Al final, no quedaba más que aferrarse a los momentos en que las miradas se cruzaban, buscando un vestigio de compañía en medio del caos.
Salí de allí días después, con el alma ardiendo de preguntas. ¿Era esto la realidad de nuestra sanidad, o solo un eco de un sistema herido? No lo sé. Pero en esas noches interminables, en esas salas atestadas de humanidad doliente, comprendí que las puertas del infierno no siempre son imaginarias.
Sin embargo, unos ángeles custodios vestidos de blanco permitieron desagraviar tan negra experiencia. Con su profesionalidad y entrega, atemperaron mi paso por aquel infierno, ayudándome a superar las razones que me habían llevado a vivirlo. Fueron ellos quienes, en medio de la tormenta, sostuvieron no solo mi cuerpo, sino también mi esperanza.
Cuando finalmente salí de allí, no llevaba respuestas, pero sí una certeza: la sanidad estaba herida, el sistema era imperfecto, pero no todos habían dejado de luchar. Había visto a personas resistir en el epicentro del caos, sostenidas por esos ángeles que buscaban aliviar el sufrimiento. En ese infierno, entre toses y sombras, entendí que la humanidad, aunque rota, brillaba en los rincones más oscuros.
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